Las lucecitas
La noche pasada no podía dormir, me encontraba muy inquieta y sentía una molestia que no sabríadefinir. Supongo que el estar dando vueltas y más vueltas en la cama, me iba poniendo cada vez
más nerviosa, así que decidí levantarme y salir a dar un paseo por los alrededores. En ese momento
debían ser las tres y media de la madrugada aproximadamente.
Vivo a las afueras de un tranquilo pueblecito un poco apartado del mundo; está situado en el
centro de un valle y rodeado por un hermoso paisaje de montañas y bosques. Por lo tanto el salir a
pasear a esas horas puede resultar extravagante pero no peligroso.
Mi casa es pequeña, pintada de blanco y con la puerta y ventanas de color azul. Está situada al
borde del camino, es la última casa del pueblo. Mirando hacia el fondo del camino se pueden
distinguir las altas tapias del Camposanto y la gran verja de entrada flanqueada por dos enormes
cipreses y por la que se vislumbra parte del interior del pequeño cementerio y justo hacia allí
encaminé mis pasos, con el único fin de cansar el cuerpo y tranquilizar el espíritu que por lo visto,
aquella noche estaba agitado y había decidido no dejarme dormir.
Caminaba despacio mientras me arrebujaba en mi chal de lana que me había puesto sobre la bata de franela, ya que era principio de noviembre y las madrugadas solían ser bastante frías.
Según me acercaba, empecé a distinguir unas lucecitas que en un principio tomé por

parecían flotar. Al llegar delante de la verja observé que estaba abierta, cosa que me sorprendió
bastante, ya que Damián el sepulturero y que también hace las veces de jardinero, es muy cuidadoso
en su trabajo y jamás se había dejado el recinto abierto.
Pero aquella noche parecía que hubiese presentido mi visita y me estuviese esperando.
Atravesé la verja atraída por las luces que se movían de acá para allá por entre las tumbas.
La luna no alumbraba demasiado aquella noche y me llevó un buen rato darme cuenta de lo que
se trataba. Eran un grupo de personas que vestían sendas capas negras y cuyas amplias capuchas
ocultaban sus rostros. Cada uno de ellos llevaba una vela encendida en la mano y todos parecían
muy atareados, aunque no imaginaba que podían estar haciendo a esas horas tan intempestivas ni
mucho menos comprendía quien podrían ser esos misteriosos encapuchados.
De pronto, se dieron cuenta de mi presencia y todos comenzaron a reunirse en un mismo punto
y sin poder controlar mi curiosidad, me fui acercando hasta allí. Al estar todas las velas juntas pude por fin distinguir sus rostros y para mi sorpresa, descubrí que todos me eran familiares. Estaban Pedro, el anterior sepulturero que había muerto hacía un par de años; también estaban Doña Adela y Doña Aurora, ambas habían sido maestras de mi infancia y el anterior párroco, el padre Ambrosio fallecido hacía casi diez años, así hasta un total de veinte personas. Todas estaban alineadas frente a mí y me sonreían. De pronto se fueron apartando y tras ellos descubrí una mesa a la que se encontraban sentados mis padres, mis abuelos y algún que otro familiar fallecidos. Todos me hacían gestos con la mano como invitándome a que me sentase a la mesa con ellos.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué clase de broma macabra era aquella y que hacían todos
aquellos difuntos allí? De pronto, lo comprendí todo; se trataba de un sueño o mejor dicho, en este
caso, de una pesadilla.
¡Vaya! Después de todo, la noche anterior si que había conseguido
dormirme, lo que no había conseguido era……… ¡¡DESPERTAR!!
Julia L. Pomposo
